02 Dic No ir contra los actos propios, una regla invisible pero tangible
La doctrina de los actos propios es una regla lógica, intuitiva y ética que carece de amparo legal expreso, pero de tremenda fuerza en la vida administrativa y jurisprudencial. Ni el particular ni la Administración pueden huir de su propia voluntad cuando alimenta la buena fe del contrario. Sin embargo, la Administración cuenta con el valioso aliado del principio de legalidad para zafarse de la vinculación.
En el Derecho administrativo es una regla que goza de buena salud pese a que como los titanes de la mitología griega no ha alcanzado el rango de los dioses para figurar en el Olimpo de los principios. Así, el Tribunal Supremo sitúa esta regla o aforismo entre la familia de los principios troncales del ordenamiento jurídico: «Los principios de seguridad jurídica, buena fe, protección de la confianza legítima y la doctrina de los actos propios informan cualquier ordenamiento jurídico, ya sea estatal o autonómico, y constituye un componente elemental de cualquiera de ellos, al que deben someterse en todo momento los poderes públicos» (STS de 15 de enero de 2019, rec. 501/2016).
La doctrina de los actos propios protege la buena fe de los demás, y por eso es indiferente la intención o buena fe del actuante.
Con esas palabras se vincula la doctrina de los actos propios a los principios de buena fe y protección de confianza legítima, pero éstos han sido acogidos como principio en la Ley (apartado e) del art. 3.1 Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público (junto al viejo art. 7 del Código Civil), mientras que la doctrina de los actos propios queda relegada a ser una regla o criterio sin amparo legal pero de relevancia práctica y frecuentemente citado como brocardo (nemo potest contra propium actum venire).
El trasunto popular de este instituto lo refleja el viejo dicho de que «somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestro silencio».
La protección de la confianza legítima, principio de origen comunitario y jurisprudencial, va más allá, e incluso ampara la confianza legítima del particular frente a los atropellos por el legislador o por la reglamentación administrativa de su confianza legítima, en aquellos casos en que los tribunales de lo contencioso-administrativo «constaten que el poder público utiliza de forma injustificada y abusiva sus potestades normativas, adoptando medidas desvinculada de la persecución de fines de interés general, que se revelen inadecuadas para cumplir su objetivo y que sorprendan las expectativas legítimas de los destinatarios de la norma» (STS de 24 de julio de 2017, rec. 823/2015).
Ahora bien, en palabras del Tribunal Constitucional los principios de seguridad jurídica y confianza legítima no «permiten consagrar un pretendido derecho a la congelación del ordenamiento jurídico existente» (STC 183/2014). Y, además, la protección de la confianza legítima «no abarca cualquier tipo de convicción psicológica subjetiva en el particular» (STS 16 de junio de 2014, recurso 4588/2011), sino «la creencia racional y fundada de que, por actos anteriores, la Administración adoptará una determinada decisión» (STS 3 de marzo de 2016, rec. 3012/2014).
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